El sello de un artesano

Las tareas del campo fueron los rigores que lo prepararon para soportar las exigencias que vinieron después, fue la etapa dura de una infancia que recuerda con tristeza y que rescata como fortalecedora para el tiempo en que el sustento pasó a depender de su esfuerzo. Nada lo podía asustar. Los embates de una vida con altibajos no lo hicieron presa de las flaquezas, sacando de cada frustración una enseñanza para cada intento. Roberto Germani, un artesano de la cartelería, que le da otro rostro a la ciudad.
Los padres arrendaban un campo en la zona de La Chispa, donde pasó su niñez y vivió los años de la infancia: Juntar el maíz lidiando con una maleta que a cada paso se hacía más pesada, pasar la rastra y con el arado abrir el surco para la siembra que daría el fruto provechoso o la mala cosecha por un clima caprichoso e indiferente a los sudores del agricultor, eran las tareas de todos los días. La rigurosidad de las jornadas que conoció a edad temprana le endurecieron el cuerpo y lo prepararon para el esfuerzo, aunque le dejaran un sabor amargo: -“Fue una niñez muy triste, colchón de paja, piso de tierra, ranchos de adobe, luz de candil…Creo que escuché radio a los diez años, ¡Una cosa de locos!, exclama. Aunque el padre en el año 37 supo tener un Chevrolet modelo 1930, no le cambia el concepto sobre aquella vida.

La llegada a Venado se produjo allá por el 48, cuando el pueblo tenía 17.000 habitantes y Rufino 18.000, un registro que se revertiría con el tiempo como resultado de la iniciativa de su gente. Los padres compraron La Granja Venado, una carnicería que estaba en Castelli y 25 de Mayo: -“Tenía 12 años y la vida dio un vuelco, estudiaba y hacía los trabajos de reparto en bicicleta, algo que era muy común; trabajaba y me entretenía, recorría la ciudad e iba conociendo a la gente; fue empezar otra vida, lo del campo había sido muy deprimente”, recuerda con otro rostro. Años más tarde la venta de la carnicería hizo que buscara otras opciones: trabajó en Casa Arteta casi 10 años, en ese lapso conoció a Luciano Scaglia, que hacía trabajos de cartelería e iluminación y lo entusiasmó para incorporarlo al oficio.

Comenzó haciendo los cuerpos de chapa y construyendo algunos letreros, (recuerda el de Casa Casal), los dos conformaron una sociedad con Juan Carpanetti, que era muy conocido y respetado en la zona, “una empresa que no duró mucho, en la que yo era más peón que patrón, pero que me sirvió para aprender los secretos del oficio. Hice algunos trabajos con el flaco Pahud, que era electricista; el primero fue el de Ovamar, una agencia de autos que estaba en calle Belgrano, un cartel espectacular para la época; otro el de La Choza, que estuvo hasta hace muy poco, cuando alguien, que alquiló la hostería, lo bajó y destruyó. Una pena, era un cartel de más de 40 años”. También fue el artesano creador de la famosa botella de Vinos Centarti. Corría la década del 60 y trabajar en el rubro no era fácil.

Sostiene que con la ganancia de un cartel podía vivir tres meses, “ahora con cinco vivís un mes; se ganaba más en aquel tiempo, pero no había tantos pedidos, ni la cantidad de carteles que existen ahora, además la única competencia que tenía operaba con precios más bajos y el cliente no se detenía tanto en la calidad, sino que decidía de acuerdo al bolsillo”. Esto y problemas familiares lo impulsaron a probar suerte en Mar del Plata, donde estuvo desde 1975 al 90, al retornar “encontré un Venado oscuro, sin luz ni imaginación para darle vida a sus calles; empecé a hacer tubos de neón. ¡Fue un boom! exclama. Afirma que llegó en el momento justo, “no había nadie que hiciera este tipo de trabajos, supe tener 12 empleados en la época que se hicieron la marquesina de Pardo, el frente de Peruggino, Carrocerías Palumbo…¡No tenía descanso!”, Comenta..

La cartelería de las confiterías bailables salieron de su creatividad y la modelación de sus manos de artesano; la demanda fue creciente desde los pueblos vecinos: -“La decisión de irme a Mar del Plata había sido una aventura, existían más de treinta fábricas de neón, y yo era uno más en una competencia que tenía sus propias reglas y a las que me tuve que adaptar si no desaparecía; esos conocimientos y la experiencia adquirida me sirvió de muchos cuando volví acá, donde estaba todo virgen”, compara. Los comerciantes advirtieron el efecto publicitario de los carteles y su demanda - desordenada por la ausencia de normas y controles - ofreció un atractivo diferente a la noche de la ciudad: -“Los trabajos requerían mucha creatividad y tiempo, eran artesanía pura; hoy, con una computadora, bien o mal cualquiera hace carteles”, define.

Sostiene que los carteles de lona que se hacen ahora son los de hace 10 años atrás “una copia de los que yo hacía, la diferencia puede estar en la calidad del material, el resto es igual: las columnas jirafas, los carteles con brazo a la calle y otros sistemas que están en la ciudad no había nadie que los hiciera, después apareció la competencia con algunos buenos, otros hasta ahí”, diferencia. En el 63 ya tenía un equipo de neón y había traído un vidriero de Rosario para los trabajos; el intento no resultó rentable, hubo de esperar 30 años para que la idea y su aceptación en el mercado prosperara:”-Hoy el neón ha decaído, los locales de diversión nocturna han dejado de usarlo; esto ocurre en este país, en Estados Unidos no, en Chile no, en Perú tampoco, aún en Mar del Plata sigue teniendo vigencia”, repasa.

En Venado el auge es la lona y letra de telgopor, no obstante sigue manteniendo clientes que optan por el neón y la chapa. Destaca que el trabajo hecho en el shopping debe haber consumido más de dos mil metros de neón. Responde que nunca quiso hacer carteles de rutas, “no me gusta ni me interesa; hay que tener toda una organización - lo cita a Straffella - para hacerlos y mantenerlos”. Le preocupa qué pasará con su taller cuando deje la actividad. Tiene un hijo abogado y la tranquilidad de trabajar por derecha y sin sorprender la confianza del cliente. Siente lo que hace y sigue en plena actividad: -“No me quejo, trabajo tranquilo y lo necesario”, acota con serenidad. No lo dice, aunque interiormente sabe que la ciudad tiene el signo distintivo de su artesanía, ese que le da otra luz a sus calles y otro atractivo a su vida.




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Historias de Vida
Texto : Esteban Stiepovich
Fotos : Susana Villarreal
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